Hace un par de semanas realicé un recorrido en torno a Intersticios que titulé Antivisita: ejercicios de posibilidad y que por las conclusiones a las que llegamos (y posteriormente, llegué) merece un post aquí. 

El objetivo era transitar el museo abordando determinadas cuestiones a las que me había enfrentado durante el desarrollo del proyecto. Algunas queriendo, otras sin querer. La importancia de estas cuestiones tienen que ver con la identidad del proyecto (que se ubica en una corriente de crítica institucional pero dentro de la institución) y con mi identidad misma: nunca antes había expuesto en un museo. Mucho menos en un museo como el Thyssen. Nunca antes había recibido una beca así, ni una aseguradora había patrocinado mi trabajo. Todo esto ha sido un poco abrumador.

La “antivisita” fue una especie de digestión de lo sucedido hasta el preciso momento en que nos reunimos en el museo, elevé mi voz para dar la bienvenida a las personas que se habían acercado al encuentro y empecé a hablar de Intersticios. El propósito para mí era ser una más del grupo; lanzar ideas detonantes y esperar que de forma orgánica esas ideas se entremezclasen con nuevas, permitiéndome casi empezar de cero a repensar todos los conceptos que me han absorbido durante los últimos meses.

Visitamos dos obras (El proscrito deslumbrante de Roberto Matta y Gran interior. Paddington de Lucien Freud) y dos espacios del museo (una pared donde por ciertas cuestiones no pude exponer y el pasillo que media la sala 31 con “el mirador”). El grupo era excepcional y desde el inicio debatimos sobre nuestro modo de mirar y modo de ser miradas por las obras.  Empezamos siendo paisaje: los visitantes son museo y eso fuimos. No fue hasta la mitad de la visita que nos dimos cuenta de ello.  Cuando hablamos de la institución parece que hablamos de un ente extraño que nos supera y no es de nadie, ¿es del director? ¿es mía por llevar una acreditación? ¿es de los vigilantes de sala? Desde luego hay muchas fuerzas y muchos pesos que se presumen inevitables. Durante la visita desvelamos varios de ellos: rutinas instauradas que como visitantes reproducimos sin cuestionarlas. 

Al llegar al pasillo que ocupa “Intersticios” invité al grupo a redactar un listado de posibilidades que después llevaríamos a la práctica bajo la pregunta ¿qué podemos cambiar del museo? A lo que un subtítulo añadía “dentro de la norma”.  En aquel momento, después de la experiencia previa y de las conclusiones tan estimulantes que habíamos alcanzado, definimos como primera posibilidad validar nuestra mirada e ideas ante las obras de arte (evitar el miedo a la ignorancia). Me gusta que la primera propuesta fuese “cambiar nosotras” antes de procurar un cambio externo, que llegaría como consecuencia de. Desprestigiando toda rutina, empezamos a dibujar los límites de la institución. Casi queriendo negarla, propusimos varias prácticas: revisar la importancia de las cartelas, ocupar el espacio de otro modo, mirar con una mirada renovada… Pero varias escaparon de la norma. 

Aún no cumpliendo las normas (escribimos el listado en la cartela, por ejemplo) nadie nos llamó la atención, lo cual tuvo que ver posiblemente con la acreditación que colgaba de mi cuello. En la excitación del momento, yo, como mediadora, no tejí un límite. Si me analizo, mi miedo a estar incumpliendo las normas dentro de la institución se salvaguardaba porque lo hacía cerca de mí proyecto y bajo su justificación. Hablando con Ángeles Cutillas, que ejerce de tutora de mi proyecto, me comentó que ese tipo de prácticas, sin el aviso previo a la institución, pueden comprometer a los vigilantes de sala ya que no están informados de lo que está sucediendo. Hay que medir de nuevo la balanza entre intenciones y resultados. Hablando con Blanca Lasheras, que es amiga y artista, me comentó que el cómo reaccionaba la institución era el interés de mi trabajo y que estaba bien que no hubiese sucumbido al miedo. Lo cierto es que en el proyecto que envié a la convocatoria de becas, el poner a prueba a la institución no era uno de los objetivos. Me centré en el público. El análisis de su reacción es una consecuencia de trabajar dentro de ella.  Hay que medir de nuevo la balanza entre intereses propios (los originales y los nuevos, que derivan del trabajo de campo) e intereses generales. La institución no puede negarse a sí misma. Las prácticas, a nivel personal, fueron didácticas en tanto estimulantes. Los componentes del grupo sintieron la visita como algo enriquecedor y así me lo hicieron saber. Las mismas prácticas no fueron sin quiera tan disruptivas. La cuestión es “el permiso”, que es una forma de control (sea entendido en sentido amplio y complejo, no de forma excluyente en la prohibición), y que tiene tanto que ver con la sana convivencia de los espacios como con cuestiones de poder y de modos de entender el habitar el museo.  ¡Un montón de dudas otra vez! Sin poder (ni querer) ser concluyente, espero realizar una próxima “Antivisita” o “Visita no normativa dentro de las normas, ejercicios de posibilidad” y extraer de ella nuevas conclusiones. 

Fecha de publicación:
20 de Febrero de 2018
Imagen
Clara Harguindey

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