El museo y la educación han ido de la mano desde el nacimiento mismo de la institución museística. Esta relación no es una invención reciente ni secundaria: forma parte de la esencia de los museos desde sus orígenes modernos en la Ilustración.

Los primeros museos públicos, como el British Museum (fundado en 1753) o el Musée du Louvre (abierto al público en 1793), surgieron inspirados por ideales ilustrados de difusión del conocimiento. En el siglo de las luces, las colecciones privadas de monarcas y sabios dieron paso a instituciones al servicio del público, con la aspiración explícita de formar una ciudadanía ilustrada. El museo se concebía ya entonces como una escuela pública de arte, ciencia e historia. En Londres, París o Berlín, se entendió que abrir las puertas de palacios y galerías a “todo el pueblo” era un paso hacia una sociedad más educada y participativa.

Sin embargo, aquel impulso educativo original convivió con ciertas contradicciones. Durante buena parte del siglo XIX, muchos museos operaban más como “templos” de la alta cultura que como espacios verdaderamente pedagógicos. Se mostraban obras y artefactos magníficos, sí, pero a menudo con una actitud distante hacia la interpretación y la enseñanza activa. Pensemos, por ejemplo, en el Museo del Prado en el siglo XIX: abierto desde 1819, fue concebido inicialmente para exhibir las colecciones reales de pintura, pero durante décadas su función educativa se limitó prácticamente a ofrecer el arte a la contemplación reverente del visitante. Situaciones similares se daban en otros grandes museos europeos, donde la educación era más implícita que explícita, confiando en el valor civilizador “por sí mismo” de las bellas artes o las ciencias. La noción limitada de educación museal de aquella época equivalía a exponer obras maestras y confiar en que el público las apreciara, sin mediación ni contexto adicional. 

Aun así, el germen educativo nunca desapareció. A lo largo del siglo XIX se produjeron avances importantes que ampliaron la misión pedagógica de los museos. Un hito significativo fue la fundación en 1857 del South Kensington Museum en Londres (hoy Victoria and Albert Museum), concebido expresamente para educar el gusto y las habilidades de artistas, artesanos y público general. Este museo nació tras la Gran Exposición de 1851 y materializaba la idea de que el museo debía ser una escuela de diseño industrial y artístico, acercando la cultura a todas las clases sociales. Del mismo modo, en Estados Unidos, los grandes museos de arte y ciencia que aparecieron tras la Guerra Civil (como el Metropolitan Museum of Art, fundado en 1870, o el Smithsonian Institution) se definieron en sus estatutos como instituciones educativas. Estas entidades, influenciadas por un espíritu pragmático y democrático, declaraban abiertamente que su propósito era instruir y deleitar al público, no solo coleccionar objetos. Figuras visionarias como George Brown Goode, subdirector del Smithsonian a finales del XIX, proclamaban que “un museo bien gestionado debería ser ante todo una institución educativa”. Poco a poco, fueron surgiendo actividades pioneras: conferencias públicas, visitas guiadas, publicación de catálogos explicativos e incluso préstamos de obras a escuelas, todo con la intención de acercar el conocimiento a la sociedad. 

El siglo XX consolidó y profesionalizó la función educativa de los museos, no sin antes pasar por debates y transformaciones profundas. En las primeras décadas del siglo, la museología enfrentó una dicotomía entre la visión elitista (el museo como guardián del arte puro, casi un santuario) y la visión populista (el museo como agente activo de educación popular). Pensadores como John Ruskin y Matthew Arnold en Inglaterra criticaban la excesiva mercantilización y materialismo de la sociedad industrial, defendiendo el museo como refugio espiritual y fuente de elevación moral para todos los ciudadanos. Paralelamente, educadores progresistas como John Dewey o Maria Montessori reivindicaron el valor educativo único del museo: el aprendizaje a través de la experiencia directa con objetos reales. Sus ideas —“aprender haciendo” o estimular la curiosidad natural— influyeron en los primeros programas didácticos museales. En los años 20 y 30, algunos museos de arte abrieron salas infantiles o departamentos de educación incipientes, experimentando con métodos activos de enseñanza inspirados en estas corrientes pedagógicas. Se entendió que el museo ofrecía algo que la escuela tradicional no podía: el contacto inmediato con obras originales, capaz de provocar asombro y aprendizajes significativos. 

Tras la Segunda Guerra Mundial, la función educativa cobró un nuevo impulso a escala internacional. Los cambios sociales de los años 60, junto con el auge de nuevas teorías educativas, empujaron a los museos a redefinir su papel. Ya no bastaba con exhibir; había que comunicar, interpretar y dialogar con públicos cada vez más diversos. La llamada Nueva Museología, gestada en foros como la Mesa Redonda de Santiago de Chile de 1972, proclamó la función social y educativa como eje central de los museos contemporáneos. Se acuñó la idea del museo como agente de cambio social, involucrado con su comunidad, comprometido con la educación para el desarrollo y la inclusión. A partir de esas décadas, es habitual que en los organigramas museísticos surjan Direcciones o Áreas de Educación encargadas exclusivamente de diseñar programas pedagógicos para todos los públicos: escolares, familias, adultos, colectivos con necesidades especiales, etc. La figura profesional del educador o mediador cultural en museos se consolidó, dotada de formación específica en pedagogía, historia del arte o ciencias, según el ámbito. Asimismo, las asociaciones profesionales (como CECA-ICOM a nivel internacional o AEPME en España) y la literatura especializada crecieron enormemente, aportando teorías y buenas prácticas sobre cómo aprenden los visitantes en los museos, cómo evaluar el impacto educativo de una exposición, o cómo diseñar experiencias participativas. 

Hoy podemos afirmar que la educación es reconocida globalmente como una misión primordial del museo, equiparada a la conservación o la investigación. Las definiciones oficiales lo reflejan: el ICOM, por ejemplo, incluye desde 1974 la educación como parte sustancial de la definición de museo. Se ha pasado de aquel museo decimonónico en silencio, donde el público “aprendía” solo mirando vitrinas, a museos dinámicos que invitan a tocar, preguntar, debatir y construir significados. Esta evolución histórica revela algo fundamental: lo educativo ha estado siempre presente, pero ha ido cambiando de formas y enfoques. Del erudito gabinete de curiosidades pensado para deleite de unos pocos entendidos, hemos llegado al museo participativo del siglo XXI que busca inspirar a audiencias plurales. Sin embargo, en esencia perdura la misma vocación: la de ser un espacio para el aprendizaje continuo, la inspiración intelectual y el crecimiento personal de la sociedad. Cada época ha reinterpretado esa vocación de acuerdo con sus valores y contextos. Comprender este recorrido histórico permite a los profesionales de museos valorar por qué la educación no es un añadido reciente y/o prescindible, sino el corazón mismo que da sentido público a nuestras instituciones. 

Próximas entregas: Este texto es el inicio de una serie dedicada a la historia de la educación en los museos. En futuros capítulos abordaremos, por ejemplo, “La profesionalización del educador de museos en el siglo XX” o “De la nueva museología a la museología crítica: participación y comunidad (1970-2000)”. También exploraremos “Desafíos actuales: educación museística en la era digital” o “Pedagogías Radicales en museos”. Cada entrega profundizará en cómo los museos han adaptado su misión educativa frente a nuevos públicos, teorías y tecnologías, continuando este apasionante recorrido histórico.

Dirigido a:
Profesionales
Fecha de publicación:
24 de Noviembre de 2024
Imagen
Rufino Marcos

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