Retrato de Helena de Kay. Winslow Homer
Habitación de hotel. Edward Hopper
Retrato de René Descartes, 1649

“Si quieres convertirte en un buscador de la verdad es necesario que, al menos una vez en la vida, dudes de todas las cosas”, escribió Descartes. La clave, para él, estaba en la duda. En su Discurso del método, acompañó la archiconocida afirmación “pienso, luego existo” con una nota al margen que decía: “mientras dudemos, no podremos dudar de nuestra existencia”. Posteriormente, insistió sobre ello en La búsqueda de la verdad mediante la luz natural, completando su principio: dubito, ergo sum, vel, quod idem est, cogito, ergo sum, (“dudo, luego existo, o lo que es lo mismo, pienso, luego existo”). 

Hoy, esta declaración, se ha vuelto más necesaria que nunca. La duda, un motor de aprendizaje y reflexión, ha perdido su lugar frente a la aparente solidez de las certezas. Redes sociales, tutoriales, influencers: miremos donde miremos, encontramos un experto que, en tan solo tres minutos, promete enseñarnos lo que años de experiencia solían construir. La duda no vende y, además, requiere un tiempo que nadie está dispuesto a darle.

Arrinconar la duda es comprensible: nada nos incomoda más que la incertidumbre. Enfrentarnos a la posibilidad de que nuestras creencias puedan no ser las correctas requiere que nos abramos a un espacio de vulnerabilidad donde perdemos el control y reina lo imprevisible. Esto requiere coraje; es mucho más fácil consumir y adoptar las constantes sentencias que nos envía el algoritmo, así que escogemos replicar lo que nos llega. Y, sin embargo, al hacerlo, perdemos una oportunidad: es precisamente en el acto de valentía que supone cuestionar las cosas donde encontramos nuestra humanidad y nuestra individualidad. 

La imaginación y la duda están profundamente entrelazadas. Imaginar escenarios alternativos y diferentes narrativas nos ayuda a desafiar certezas y a explorar las posibilidades de lo desconocido. Cada vez que inventamos una historia expandimos los límites de nuestra percepción y, en este proceso, aprendemos que no existe una única verdad. “Las historias –decía Vonnegut–,nos forman”. Con cada relato enriquecemos nuestro mundo interior y construimos una balanza con la que sopesar las verdades que nos llegan de fuera. Ejercitar el músculo narrativo es clave para desarrollar una mente inquisidora. Y, en mi opinión, los mejores gimnasios para hacerlo son los museos, verdaderos laboratorios de la imaginación.

El arte no se entiende desde la certeza, sino desde la interpretación. Cuando dedicamos tiempo a observar una obra, todos los relatos que nos devuelve son igual de válidos y entendemos que nuestra percepción está en perenne construcción. Luego llevamos ese ejercicio fuera, a nuestra cotidianidad, y nos descubrimos más tolerantes y todavía más curiosos: un museo no te da respuestas, te invita a hacer preguntas. 

Así, un paseo por el Thyssen puede convertirse en un ejercicio de apertura, empatía y flexibilidad mental. Pongámonos, por ejemplo, delante de esta obra: Retrato de Helena de Kay, del pintor americano Winslow Homer.

Retrato de Helena de Kay. Winslow Homer
10th Street Building de Hunt, Richard Morris

El relato que esconde este cuadro comienza en un edificio situado en la parte sureste de la neoyorquina plaza Washington Square. Construido en pleno revival gótico, con sus torreones y vidrieras, es un lugar legendario donde se escribieron varias páginas de la historia americana. Allí daba clases Walt Whitman y en una de las oficinas de los pisos bajos perfeccionó su telégrafo Samuel Morse. Otro Samuel, Colt, diseñó también allí su revolver. Hoy el edificio lo ocupa la universidad, pero en 1868, en uno de los torreones, vivía Winslow Homer. Ese año el artista decidió pasar unos meses en París y dejó su apartamento a un amigo, el lingüista Charles de Kay. Cuando volvió de Francia, Winslow encontró en una repisa una fotografía que lo perturbó: “Es mi hermana", le dijo Charles. "¡Qué belleza!”, exclamó el pintor, "parece una sinfonía de Beethoven". Su curiosidad por la joven aumentó cuando descubrió que, además de guapa, era una gran acuarelista. Al día siguiente, caminó hasta otro edificio mítico, el Tenth Street Building, donde Helena y muchos otros artistas tenían sus estudios. A ella el pintor no la impresionó especialmente, pero su insistencia y su fervor le hicieron gracia y accedió a pasar varias tardes con él.

Los siguientes meses Winslow se dedicó a retratarla: jugando con mariposas, dormitando en hamacas… en todos los cuadros Helena aparece serena, luminosa. Y con cada retrato, la pasión de Homer –y sus ilusiones al ver lo mucho que a ella le gustaban–, aumentaban. Empezaron a cartearse. Winslow la animaba a seguir creando, invitándola a probar técnicas nuevas y apoyando todo lo que ella hacía. 

Helena le seguía el juego y le respondía siempre cariñosa, pero le escondía que, en realidad, acababa de enamorarse. El elegido era Richard Watson Gilder, director de la revista Scribner’s Monthly, un tipo insulso y bastante cursi que le dedicaba versos como: “mi amor por ti marcha como un ejército de hombres armados”. Cuando Gilder pidió su mano, Helena dijo sí.

Revista Scribner’s Monthly, ejemplar de 1870.
Retrato de Helena de Kay. Winslow Homer

Winslow estaba destrozado. Este retrato es el regalo que le hizo llegar el día de su boda –la fecha del enlace puede verse en la esquina inferior derecha–. La obra se nos presenta como una elegía, la despedida de un romance que nunca llegó a nacer. Helena, que siempre vestía de blanco o de rojo, aparece aquí de riguroso luto: para Winslow no es una esposa, sino una viuda. A sus pies el pintor pintó una rosa, la flor favorita de Helena, rota y marchita. Y en sus manos colocó un libro cerrado, probablemente una referencia a una ilustración que Homer había hecho para la revista Harper’s cuando la conoció. En aquella ocasión la mujer que había dibujado llevaba un libro abierto con las iniciales W y H, símbolo de lo que él creía iba a ser el inicio de una larga historia. Ahora, parece decirnos, este relato ha llegado a su fin.

West Point, Prouts Neck, de Winslow Homer, 1900

Tras entregarle el cuadro, Winslow se retiró a las playas de Maine, donde se convirtió en un ermitaño que apenas hablaba con nadie. Dormía en un carromato y solo se le podía ver cuando salía para pintar el mar. Centró su obra en los paisajes solitarios y salvajes que le rodeaban y que tan bien representaban su estado interior, y se cerró completamente a la posibilidad de reencontrar el amor. 

Podríamos situar Retrato de Helena de Kay junto a los mejores íncipits literarios de la historia, al lado de “Llámeme Ismael” o de “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. ¿Acaso no tiene la misma fuerza narrativa? Al igual que en esos famosos inicios, la obra de Winslow te atrapa al instante: necesitamos saber más. Su fuerza está, precisamente, en la infinidad de dudas que nos genera: ¿Es una muestra de amor o de venganza? ¿Es despecho o devoción? ¿Quizás ella, en el fondo, también lo amaba y Winslow, con esta obra, quiso delatarla? ¿Y si mientras realizaba el cuadro el pintor dejó de creer en el amor y ella es solo una metáfora de la nueva vida que abrazó, oscura y solitaria? El Retrato de Helena de Kay nos aporta una lectura infinita, hecha de innumerables relatos.

Edward y Josephine Hopper con un gato
Hogar de los Hopper en Washington Square

Ya que estamos en ello, ¿por qué parar? Sigamos dudando. Avanzamos cinco décadas, pero nos quedamos en la misma plaza: Washington Square. Es 1923 y allí también tiene su apartamento otro artista: Edward Hopper. 

Hopper no estaba hecho para el ritmo de Nueva York. Tras pasar una etapa en Europa, ahora llevaba una vida solitaria, sin apenas amigos ni contactos familiares. Todavía no había encontrado un estilo propio y para llegar a fin de mes trabajaba como ilustrador. Ese verano, viajó a Massachussets buscando un poco de inspiración, y allí se reencontró con una compañera de la escuela de artes, Josephine Nivison. Jo, como él, malvivía en Manhattan intentado hacerse un hueco en el mundillo del arte. Les unía, además del oficio, una gran pasión por Europa y, a decir verdad, muy poco más. Edward y Jo eran el día y la noche. Él alto, flaco, introvertido y reservado. Ella bajita, parlanchina y muy sociable. Se casaron un año más tarde y la decisión parecía tener más de práctico –ambos habían superado los 40 años y nunca habían tenido parejas estables–, que de ilusión. 

Hasta entonces Jo había luchado mucho por su carrera, pero en cuanto se mudó con Edward a Washington Square, pasó de considerarse una artista a ser la ayudante de su marido. Se convirtió en secretaria, agente, modelo de sus cuadros, cocinera y contable. Y no fue un cambio motivado por el amor o por la devoción. Sucedió porque Edward no le dejó otra opción: desaprobaba que tuviera una carrera e hizo de todo para desanimarla, criticando cualquier intento y burlándose de sus cuadros. Cada mañana inventaba mil excusas para mantenerla ocupada y ella, muy pronto, aceptó que su nuevo destino era ese, aunque no sin resentimiento: las peleas, de ocasionales, se volvieron una constante.

Con la ayuda de Jo, la carrera de Edward prosperó. Descubrió, gracias a los consejos de su mujer, que la acuarela era el medio perfecto para expresar su voz y pudo promocionar mejor su obra, porque ella llenaba todas sus carencias. Cubrió sus silencios, allanó sus torpezas, cerró acuerdos con galeristas y limó las asperezas que su carácter hostil había creado con los periodistas. 

Pasaron los años y las cosas, lejos de mejorar, fueron a peor. En una carta que Jo envió a su cuñada se queja de que cada vez que abre la boca y opina sobre algo, él responde con desprecio o simplemente la ignora. “Me ha prohibido entrar en el estudio” –escribe–. "Vivo como una prisionera en la mitad de nuestro minúsculo apartamento”. 

Cuando observamos una obra de Hopper, es imposible no poner sobre la mesa todo este trasfondo.

Muchacha cosiendo a máquina. Edward Hopper
Habitación de hotel. Edward Hopper

El cuadro Habitación de hotel es de 1931, Edward y Jo llevaban siete años casados cuando lo pintó. Hopper nos muestra a su mujer sola, triste, cansada. Y, como sucedía con la obra de Winslow, apenas posamos la mirada en este lienzo se agolpan los interrogantes. El primero es el momento en el que sucede la acción: vemos a Jo a medio vestir, tiene un horario de trenes en las manos y a sus pies hay un par de maletas. ¿Significa esto que acaba de llegar o que está a punto de irse? La respuesta a la duda que Hopper nos plantea dependerá, en gran manera, del tipo de mirada que el espectador conceda a la obra. “No vemos las cosas como son, sino como somos”,nos recordó Anaïs Nin.

Para algunos, la aparente tristeza que el cuadro transmite se empañará con la toxicidad que rodeaba la relación. Hopper sabe que no hay escapatoria posible para Jo: si se queda, continuará soportando sus abusos, si se marcha, no tendrá como sustentarse. Decide dibujarla así, protagonizando su dilema en un eterno momento de incertidumbre. Desde esa óptica el retrato se vuelve cruel, casi mezquino.

Otros aplicarán una mirada más generosa y podrán llegar a pensar que la intención de Hopper es validar la soledad de su mujer. Un burdo gesto de empatía o, incluso, un reconocimiento de su imposibilidad de darle al amor que merece. Él, que con once años medía ya 1,83 metros y sufrió un brutal acoso en el colegio que tapó con introversión y amargura, asume su culpa y parece decirle: “Sé que estás triste y que querrías dejarme y lo siento”.

espacios  salas

Nunca sabremos la verdadera intención que movió a estos artistas. Y esto es, precisamente, lo que hace que pasear por el Thyssen sea estimulante. En un momento de polarización, escarnio e intolerancia, visitar un lugar donde todas las interpretaciones son igual de válidas es un bálsamo. “Necesitamos historias para poder entendernos”, sostiene Salman Rushdie. Pasar tiempo en un lugar que nos ofrece infinitas, es esencial para descubrir nuestra verdad y para poder así protegernos contra aquellos que no quieren que seamos guionistas, sino solo estenógrafos replicando los mensajes que nos dictan. 

“Busca un lugar para sentarte. Siéntate. Guarda silencio”. Así empieza el poema Cómo ser un poeta, del escritor y activista Wendell Berry. Otra consecuencia fatal de haber abandonado la duda es un aparente control que nos lleva a disociarnos de lo verdaderamente importante: no alcanzaremos a entender el significado de nuestra existencia a través de nuestros actos cotidianos, sino intentando trascenderlos. Y lo más cerca que podremos estar de comprender el milagro de estar vivos es durante la contemplación del arte. Los museos, si les damos la oportunidad, nos regalan un atisbo de ese efecto perspectiva que maravilla a los astronautas cuando ven la tierra desde el espacio. En estos pasillos no existen tiempo ni fronteras. Cada historia que nos devuelve un cuadro es, en realidad, también la nuestra. Cuando ya no estemos aquí, cuando volvamos a ser polvo de estrellas, estas obras seguirán formando parte de un bagaje de creatividad colectiva y de un relato común. Y nuestros átomos, libres de nuevo de bailar en el universo, participarán en la creación de los artistas que se admirarán en el futuro. Sobre esto no hay dudas: en este ciclo infinito cada visitante es, en sí mismo, otra obra de arte y pasear por un museo es deambular por la eternidad.

La astronauta Tracy Caldwell Dyson experimentando el efecto perspectiva desde Estación Espacial Internacional

Entre rosas marchitas y maletas a medio hacer

Una defensa de la duda

Nuria Pérez
Escritora

En colaboración con el Área de de Educación del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

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